Silencios

octubre 17, 2010

 

Los pequeños veleros, en la lejanía, parecen gaviotas lentas. Sobre una superficie plateada se ondulan bajo un cielo cubierto de nubes blancas y grises.

Por el paseo los niños juegan a pillarse, a sorprenderse. Tomo un helado y observo el cuello ajetreado de las palomas que rebuscan como experimentados vagabundos cualquier molusco muerto traído por la marea hasta la playa.

Las palmeras del paseo recién mojado por la suave lluvia del Cantábrico saludan al paso de los primeros viandantes de la tarde. Son paseantes que sacan a los niños, recogidos hasta ahora por esa nubosidad variable tan común aquí, a dar un paseo antes de la cena. Y caminan como si se tratara de la mañana: ágiles y enérgicos con rumbo  a los parques y los jardines. Algunos jóvenes desafían  las bajas temperaturas y se dirigen a la playa luciendo bañadores y biquinis: desnudez de una carne recién estrenada. También sus labios. La lluvia ha lavado los adoquines del paseo y ha dejado un ligero peso sobre las ramas de los pinos blancos que se inclinan con  nostalgia  hacia el suelo y sobre el sombrero de las estatuas. Los metales brillan y huelen a musgo los bancos de madera. Van llegando grupos de jóvenes surfistas que alcanzan la orilla del mar y en un gesto veloz ejecutan un malabarismo exacto sobre las primeras olas. Bailan sobre el agua como  peces fugitivos. De pronto unos rayos de sol iluminan la carpa circense de la playa y el paseo. Nada por aquí, nada por allá y mágicamente una paloma salta desde la estatua de Benito Pérez Galdós hasta el charco que reposa a sus pies. La paloma picotea unos granos de gramíneas invisibles, una gota dulce de nata caída de mi helado, el esqueleto de un ciempiés… Y entonces el silencio es lo que de veras significa: ausencia de otra voz. No es pena, no es soledad. Es, simplemente, ausencia de voz.

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